El Último Invitado

—¿Por qué tienen que ser tan raros tus primos, Antonio?

Marisa había tratado de abarcar todo su cuerpo con el pequeño espejo redondo encajado en el reverso de su caja de maquillaje, que elevaba sobre su cabeza para permitir que la perspectiva del reflejo realizase el trabajo de un nutricionista. Mientras tanto, el aludido por tan exasperadas palabras yacía desparramado sobre la cama de la habitación de invitados, a la espera de que su mujer acabase con el incansable ritual de aseo y belleza. Antonio Hurtado se arrepintió de haber contado a su mujer la razón por la que su anfitrión de aquel fin de semana, su primo Juan Manuel, había retirado hasta el último espejo de su casa.

—Nunca me habías dicho nada —insistió ella, dando continuidad a una perorata que no vería fin en toda la noche.

—Nunca habías querido venir, cariño.

Antonio sabía que aquel exabrupto poco tenía que ver con que le hubiera ocultado el peculiar secreto de su primo. Desde que llegaran al refugio aquella misma mañana, el frío alpino había hecho mella en el ánimo de aquella criatura de nervio y fuego, nacida de las cálidas brisas con las que el Mediterráneo acaricia el Levante; y su insaciable verborrea no era sino una reacción de su cuerpo apagándose en el frío, como el tiritar de los músculos.

—Ahora entiendo por qué se me ha quedado mirando de forma tan rara. —Bajó la caja de maquillaje y la cerró con el sonido sentencioso del martillo de un juez—. Es que no se acordaba de mí, ¿no?

—De tu aspecto no, por lo menos. —Antonio se levantó de un salto, y su mujer, con un gesto de incordio, se colocó frente a él para alisarle la camisa y cuadrarle la chaqueta, que se encontraba retorcida—. A lo mejor te estaba buscando algún lunar, un mechón vistoso de cabello o alguna otra marca con la que pudiera reconocerte de ahí en adelante.

Ella se tocó la cara en varios puntos de manera impetuosa, como si pudiera haber leído en ella un mensaje urgente escrito en el lenguaje de los ciegos.

—Ah. No creo que me vea nada de eso.

«Así es: Tu belleza te hace irreconocible, querida, como a esas figurantes que llenan los nuevos canales privados de la televisión», pensó Antonio, buscando sin éxito bajo capas de grasa cosmética coloreada alguna de las imperfecciones ocultas en el rostro de Marisa: las pecas de su nariz, un lunar diminuto en su frente o el remanente de los estragos que el acné juvenil había causado sobre la piel de sus mejillas.

—Él se lo pierde —añadió en cambio, con la misma sonrisa que le habían inspirado sus ocurrencias espontáneas. Ajena al cinismo de su expresión, ella le impregnó los labios con un untuoso beso de carmín—. Anda, vamos. La gente no tardará en venir.

Cuando llegaron al piso de abajo, Juan Manuel se encontraba todavía en su estudio, con los ojos ocupados en las páginas de una lectura que había retomado varias veces durante el día. Al verlos aparecer, abandonó su rígida postura clerical con el libro abierto entre las manos y la mirada perdida al otro lado de la ventana en un bosque de feligreses de madera que habían hecho callar al viento para prestarle atención y juntaban sus manos de agujas verdes mientras sus sombras se unían en plegaria sobre la luz del sol vespertino. Envuelto en ese juego de siluetas, las manos delgadas de Juan aplastaron el libro, con lo que puso fin a la misa, y saludó a Antonio y a Marisa recurriendo a un leve movimiento de cabeza difícil de advertir. Juan Manuel era parco en gestos o ademanes gratuitos; además, la gente encontraba desagradable en él su forma de atacar con la mirada, como si siempre quisiera indagar algo. Por contra, los que lo conocían solían decir que era un excelente conversador, y compensaba su escasa empatía visual con la soltura de palabra y un abrumador registro de temáticas.

Antonio sabía la razón de su peculiar actitud, y adivinaba la intención de sus extraños desmanes en el aspecto más físico de las relaciones sociales.

Juan Manuel cubrió la ventana con una cortina beige, tan opaca que sumió la sala en una incómoda penumbra, y rodeó su escritorio de madera maciza para examinar de cerca a los dos invitados. Por un breve instante, sus ojos se habían posado en la ropa de su primo y recorrido el traje de dos piezas de Marisa, desde los festones de la falda hasta el recatado escote a la altura del segundo botón desabrochado de su camisa sedosa. Antonio no se escandalizó, y, para evitar que su mujer pudiera sentirse violenta por la situación, pronunció en tono humorístico:

—Tranquilo: es Marisa. ¿Quién más me iba a aguantar a su lado?

Juan Manuel torció los labios como en una sonrisa, que se deshizo en una expresión avergonzada, fundida, a su vez, con un tono de preocupación algo más intenso de lo que acostumbraba; como si el objeto de tal inquietud fuese, por una vez, algo que perteneciese al mundo material.

—Sólo intentaba… —Hundió los dedos bajo el cuello alto de su jersey de lana gris—. Bueno, ya lo sabes, Antonio: luego vendrán la mujer de Rafa y Jorge, y no las conozco bien como para distinguirlas de otras. —Y buscó los ojos perplejos de la mujer cerca de la cara, pareciendo en realidad que seguía el vuelo de una mosca alrededor de ella—. Lo siento, Marisa. Es que…

—Ya se lo he explicado, Juan. No tienes que disculparte. —Envolvió la cintura de su mujer con la  mano y pellizcó su espalda con suavidad, incitándola a que se relajase—. Todavía no nos conocíamos, cielo, pero estas fiestas de cumpleaños eran más divertidas cuando veníamos todos con máscaras, ¿verdad, primo?

Durante veintidós otoños, el cumpleaños de Juan Manuel había reunido cada ocho de octubre a los más allegados familiares y amigos del hijo único de los Blanco de Castañeda en aquella casa, aneja al refugio de montaña construido por su abuelo. El refugio era el único negocio activo que había recibido en herencia, junto a varias hectáreas de monte en pleno Pirineo aragonés que su padre había dejado de maderar para volcarse en el turismo que la estación de esquí movía cada invierno. La tradición de celebrar el evento se remontaba a las fiestas que su generosa madre, su tío Hugo y algunos primos cercanos, como Antonio, organizaron para alegrar la existencia de aquel ser solitario, que vivía retirado del mundo con la excusa de gestionar aquel hostal, pero que, dada la temporalidad de los visitantes de aquella zona y la capacidad económica para delegar dicha tarea en un empleado, pasaba gran parte del año recluido en sus estudios y sus lecturas o deambulando por los bosques cercanos.

La primera fiesta, la de su vigésimo quinto cumpleaños, cuatro años después de la muerte de su padre, se organizó como una mascarada, a sugerencia del propio Antonio. Pese a sus reticencias iniciales, la sorpresa divirtió mucho a Juan Manuel. Esta particular elección en el tema de la fiesta no fue baladí; pues vestir máscaras, siempre vistosas, con tramas coloreadas o prominencias exageradas, suponía la única manera de solapar el mundo sin rostros de Juan a la experiencia común del resto de los mortales, entorpecida, a su vez, por los complementos carnavalescos. De hecho, el protagonista de la fiesta llegaba a hacer un uso inverso de las máscaras, que le decían más de las personas que escondían que sus propios rasgos.

Antonio jamás había llegado a comprender la enfermedad de su primo, aun después de treinta años sabiendo de su existencia, y habiéndola explicado de mil formas diferentes a aquellos que se interesaban por él. Juan Manuel constituía un caso especialmente grave de prosopagnosia, una rara patología que apenas había sido catalogaba sino como una mera curiosidad médica. Ésta consistía en una ceguera selectiva en la percepción del rostro humano, por la que jamás había sido capaz de identificar a otras personas a través de sus rasgos faciales, a excepción de alguna característica notable o singular. Ni siquiera llegaba a recordar aspectos tan básicos como la disposición de la boca o la nariz en la cara, pues jamás había logrado darles sentido.

«Imagínate en la situación de intentar reconocer un solo árbol en mitad de un bosque», le explicó Juan una vez, mientras daban un paseo por la masa de pinos negros que crecía en los alrededores del refugio. «¿Acaso no intentarías captar su porte, contar sus ramas o mirar las fisuras u otros desperfectos de su corteza? Para mí, las personas no son muy distintas a estos árboles que llevo viendo crecer desde pequeño: una mera suma de rasgos individuales; el timbre de voz, el color de su piel, la longitud de su pelo, un tono particular en sus ojos, una cicatriz en la piel o una prenda de vestir recurrente». Fue esta conversación la que inspiró en Antonio, veintidós años atrás, la idea de convertir en una mascarada la primera fiesta de cumpleaños que su tía Fátima había querido ofrecer a su amado hijo Juan Manuel, repitiéndose en los años sucesivos con una frecuencia que decayó tras morir ella. Ahora, atado por la misma costumbre que se le impuso, era el propio Juan quien se encargaba de los preparativos de la celebración.

—Si no os importa, todavía tengo que subir a mi habitación a cambiarme —se excusó el anfitrión—. El resto estará al caer.

Y desapareció escaleras arriba, sin añadir ni una palabra más, como si todas ellas hubiesen quedado atrapadas en el libro que acarreaba bajo el brazo y que le había poseído toda la tarde. Antonio se preguntaba a menudo cómo imaginaría su primo a los personajes de aquellas novelas que tanto tiempo le consumían. Cierto día le cuestionó al respecto, recibiendo una contestación bastante enigmática: «Si hay algo que me fascina de leer es la manera en la que las propias palabras se desenvuelven por sí solas en mi cerebro. Son entes autónomos; se unen para concebir ideas, y se alimentan de mi imaginación, creciendo como un ser vivo. Para mí, un personaje no deja de ser más que una idea en la plenitud de su vida. No tienen rostro, pero sus creadores pusieron en ellos mucho más de lo que la genética invirtió en sus pobres cuerpos humanos».

A lo largo de los años, Juan había desarrollado ideas un tanto retorcidas acerca de la esencia material del hombre, desde que su infancia quedara marcada por el instante de horrible revelación que supuso contemplar por primera vez el vacío de su propio rostro sobre un espejo. «Fue como si un animal bípedo me observase desde otro mundo. Yo contaba una y otra vez sus ojos, y su nariz, y sus orejas. Y, abstraído por el cómputo obsesivo que repetía lleno de frustración, de pronto, atisbaba en el desdoble de la luz entre el vidrio y el metal pulido como una sombra cobraba un sentido tan fugaz que apenas alcanzaba a comprender. Suelo pensar que mi mente, durante unos instantes, se desprendió de este mal que la afecta y compuso con efímera lucidez mi propio rostro humano. Pero lo que vi fue tan horrible que no quiero enfrentarme otra vez a ello. Por eso no verás más espejos aquí. Y por eso echo las cortinas antes del anochecer: para no sorprender de nuevo a ese extraño acechándome desde el otro lado de la ventana».

En referencia a la descripción del extraño de la ventana, Antonio llevaba tiempo sospechando que su primo había llegado a formarse algún tipo de fantasía sobre la naturaleza de su propio ser. Sin embargo, también detectaba cierta psicosis en la forma en la que exteriorizaba sus miedos hacia esa parte independiente de su propio cuerpo, atribuyendo ésta a cierto personaje que deambulaba por los alrededores de su casa en pleno otoño. Juan hablaba de haber encontrado pisadas en el barro fresco después de una noche lluviosa y, junto a ellas, o talladas en la corteza de los árboles, haber visto símbolos que, por algún motivo, le resultaban familiares. Antonio había advertido de soslayo alguna de estas grafías en uno de los árboles de la entrada, pero fue Juan Manuel quien, el año anterior, atrajo su atención hacia ellas por primer vez.

Antonio comenzó entonces a preocuparse de verdad, y no sólo por el estado de salud mental de su primo, sino por los eventuales delirios supersticiosos de alguno de los pobladores de aquel valle montañoso, prestos a creer los rumores que solían contarse sobre Don Manuel Blanco de Castañeda y su hijo. Por si la enfermedad de Juan no resultaba bastante jugosa en las tertulias de los pueblos aguas abajo, además, circulaba una leyenda negra acerca del día de su nacimiento que Antonio oyó una vez a una anciana amiga de su madre; ella aseguraba haber trabajado en la finca de los Castañeda cuando apenas era una muchacha y poder dar testimonio de lo que ocurrió esa noche. Decía haber oído llantos de dolor que se prolongaron mucho después del momento del parto, y que tanto Doña Fátima como Don Manuel compartieron en el silencio de la madrugada. El médico había abandonado la casa cabizbajo, sin dirigir la palabra a nadie. Horas más tardes, vieron al señor Blanco salir de la casa a hurtadillas, con un bulto entre sus brazos arropado en una manta. Nadie supo dónde fue, pero los cocineros del refugio escucharon su coche regresar por el carril de acceso a la finca junto antes del alba. Sólo entonces, el llanto chillón de una pequeña criatura recién llegada al mundo resonó en los fríos pasillos de la casa por primera vez.

Nunca había hablado con su primo de todo aquello, pero no le cabía duda de que él ya conocía aquella historia y sus truculentas variantes. La más aceptada mencionaba a un posible hermano muerto que sus padres ocultaron por vergüenza o por temor a ser señalados por cualquier maldición. Se decía que Don Manuel Blanco de Castañeda, durante años, había recibido en su casa a un hombre de aspecto peculiar, con quien siempre se había encerrado en su estudio durante noches enteras; los trabajadores del servicio habían oído todo tipo de exaltaciones del ánimo humano desde el otro lado de la puerta: risas, gritos de espanto, discusiones, llantos desconsolados y cantos monótonos a una, dos y hasta a tres voces; y una vez finalizada la velada, las puertas de nuevo abiertas habían dejado circular un aire espesado por el humo y un intenso olor aromático, envolviendo la imagen del señor Blanco tumbado en el suelo y el misterio de una visita que se había disuelto horas atrás, sin que nadie la hubiera visto abandonar la casa. Ello, unido a los restos de dibujos en tiza mal borrados que habían encontrado en el suelo, habían despertado en los oriundos del lugar ciertos rumores sobre prácticas espiritistas y de magia negra.

Sobre esto último, Antonio siempre había pensado que su tío, más bien, debía haber descubierto demasiado tarde en su vida las emociones de bolsillo encerradas en las drogas, y aquel personaje desconocido había encontrado en él un cliente muy generoso. Pero de los símbolos de aspecto ritual no sabía qué pensar.

«Cada fiesta tiene su propio ritual. Su propias señas de identidad», reflexionó, recordando las viejas mascaradas, mientras él y su mujer revisaban las mesas del buffet dispuestas para la celebración en la amplia sala de estar con la precaución de no alterar el delicado equilibrio que regía la posición de cada plato de aperitivos y cada cuarteto de vasos y copas. «Supongo que Marisa tiene razón: nuestra familia es así de extraña».

Los invitados fueron llamando a la puerta de manera salpicada al caer la noche, más allá de la hora acordada, presentando sus excusas al anfitrión con una mezcla de educación, simpatía y cinismo; en todos los casos, el cumpleaños parecía haberse interpuesto en sus planes de vida como una molesta obligación. Primero llegó su prima Celeste, junto a su marido, Jesús. Juan salió a recibirles desde la cocina, y los acompañó al interior de la sala de estar. «La voz de ella tiene un tono nasal inconfundible, que me hace fijarme inmediatamente en las aletas aplastadas de su pequeña nariz». Antonio había cerrado los ojos y anticipado la entrada de la pareja recurriendo a los mismos trucos que su primo. «Su estatura guarda una proporción perfecta de un tercio de la de Jesús, quien a veces lleva gafas, pero, aunque no las lleve, su dedo pulgar siempre asciende hacia la cara para buscar el puente entre las lentes, y todo su rostro se vuelve manos y dedos». Inmediatamente después, hicieron acto de presencia Víctor y Gustavo, dos jóvenes amigos de la familia que vivían en el pueblo, así como sus respectivas amigas, que, aun tratándose de distintas personas cada año, venían a ser siempre las mismas, en su anodina esencia. «Víctor es todo orejas, que se hacen muy patentes cuando trata de ocultarlas bajo una melena corta y negra. A Gustavo no le veo las orejas, pero lo distingo por eliminación, pues no se separa de Víctor. Además, de los dos, es el que menos habla». La tía Ana y el tío Fernando, «altos como álamos, y siempre erguidos y expectantes como cipreses en el camino», les siguieron más tarde. «Pablo es algo más rechoncho que el resto; no obstante, si hubiera alguien de su misma complexión, podría fijarme en ese lunar ancho y aplastado que tiene a un lado del cuello»; sin embargo, esa noche llevaba una camisa con las solapas del cuello levantadas que debían haber forzado a Juan a servirse de otro criterio, y más cuando Xavier, otro invitado de porte similar, no tardaría en sumarse al resto.

Y así, uno tras otro, Juan Manuel aplicaba su particular taxonomía de amigos y congéneres para desenvolverse en aquellas reuniones en sociedad.

Una vez, Antonio le preguntó por la característica particular que le permitía distinguirle a él del resto, quebrando su máscara de piel; sin embargo, el hijo de los Castañeda se negó a responderle. «No deberías saberlo, pues, inconscientemente, tratarías de corregir esa imperfección que te hace único, lo que podría volverte irreconocible. A todo el mundo le ocurre lo mismo».

La secuencia de acontecimientos adoptó la pauta de todos los años, incluso en aquellos incidentes de apariencia accidental: El invitado de última hora, que no saborearía los mejores canapés, y los tres o cuatro advenedizos que se comprometieron en balde, sólo por el placer de contarse entre los invitados de un evento que ni les interesaba y saber que alguien, en la distancia, preguntaría repetidas veces por ellos; luego, se agotarían las existencias de algún plato, o de algún vino, y Juan discutiría con los dos trabajadores de la casa sin ningún motivo práctico, considerando el momento de la noche y la distancia a la tienda más próxima. Más tarde, algunos invitados darían a probar algún postre, tras el que se abriría la veda de los licores y los cigarrillos. Y entre medias, conversaciones vacías en homenaje a viejas rutinas, de las que tienen los grupos de amigos forzados a encontrarse en eventos de semejante orden, pero incapaces de hallar un propósito o verdadera satisfacción en ellos. El ambiente no tardaría pues en enrarecerse de historias rancias, consabidas e insulsas, que flotarían en la luz cansada con el humo del tabaco y los vapores etílicos condensados sobre alientos cargados de exasperación y hastío.

 La fiesta ya había sobrepasado de largo la hora a partir de la que los fantasmas de los invitados ausentes no volverían a ser interrogados; y, a pesar de ello, Juan Manuel parecía impaciente, siempre rondando la puerta y atento al sonido que pudiera llegarle a través de las ventanas y las pesadas cortinas opacas. Antonio apenas había tenido ocasión de hablar con él, por lo que, cuando pudo escapar de la gravedad ejercida por las masas de chascarrillos y anécdotas condensados en los cúmulos conversacionales, se dedicó a buscarle por las estancias vacías del primer piso. Al momento, uno de los trabajadores le indicó que el dueño de la casa había salido a tomar el aire.

No se hallaba lejos, aunque su figura enjuta se confundía fácilmente en la oscuridad con la de sus esbeltos acompañantes de madera, quienes, prescindiendo de ojos, extendían sus brazos para captar la luz del firmamento que atravesaba sus copas; como uno más, Juan Manuel mantenía las manos separadas del cuerpo y con las palmas dirigidas hacia las estrellas. En ningún momento mostró reacción física alguna ante la presencia de Antonio. De pronto, su voz le llegaba como un susurro lejano, que hasta la tranquilidad de una noche fría sin viento ocultaba con su mudo clamor, portando ecos de un diálogo truncado arrastrado desde el fondo de algún valle por corrientes invisibles que atravesaban el aire estancado.

—Son las estrellas.  Las estrellas contienen mensajes. Cuentan millones de historias jamás escritas en libro alguno a través de esos personajes escondidos en constelaciones. A veces salgo aquí y las leo, con una voz que suena dentro de mí, pero no es mía. Y sueño con ellas; un aventurero que flota como una luz en la inmensidad de un desierto de existencia, o las figuras estilizadas de dos amantes que beben la luz difusa de sus constelaciones en plena noche.

Debía encontrarse ebrio, pese a que Antonio no había visto que tocara una copa en toda la noche. Le preguntó si se encontraba bien, pero su primo parecía no haber reparado en su presencia. Antonio escrutó las sombras verticales del pinar en busca de un interlocutor oculto.

—Debería haber aparecido —dijo de pronto Juan Manuel, y se volvió hacia su patidifuso primo con un aplomo impropio de una persona bebida.

—¿A quién esperas todavía?

—Me lo encontré ayer mientras caminaba por el bosque. Me observaba desde la distancia. Su voz sonaba como la mía, y bajo su rostro creí distinguir la vaga esencia del monstruo que una vez vi en mi reflejo; aunque no llegué a apreciarlo con claridad, sé que volvería a reconocerlo sin que tan siquiera me hablase. Nunca he conocido una sensación de familiaridad tan profunda, tan siquiera con vosotros, mi propia familia. Pues él era esa idea idéntica a la mía; a la que habría leído sobre mí si me hubiesen convertido en el personaje de un libro.

—¿Pero llegaste a hablar con él?

Juan Manuel permaneció en silencio, con la mirada perdida en los intersticios profundos que fondeaban el bosque. Y cuando Antonio había asumido ya que la respuesta continuaría filtrándose cada vez más dentro de la espesura, donde sus ojos se entornaban para no cegar la razón de los misterios que habitaban más allá, su primo habló con un tono de voz capaz de transformar la oscuridad en un viento suave y frío:

—Se lo pregunté, Antonio. Porque, ¿cómo podría tratar de reconocer a un hermano si tan siquiera soy capaz de ver mi propia cara? Él me contó la vieja historia que todo el mundo sabe en estos parajes: la de la noche de mi nacimiento. Temí decepcionarme por encontrar en aquel hombre a otro curioso atraído por la leyenda sobre la maldición que rodea a mi familia, por la que sufro de este extraño síndrome, por la que mis padres murieron jóvenes y por la que estoy destinado a sentirme siempre solo al margen de que realmente lo esté o no, como si me hubieran abandonado en un zoológico… —Interrumpió sus palabras, consciente de que perdía el equilibrio al filo de otra divagación—. Sin embargo, no tardé en convertirme yo en el curioso, ya que él conocía detalles asombrosos sobre aquella noche y sobre la vida de mi padre, con quien aseguró haber compartido una íntima amistad antes de que yo “existiera”. Sí, utilizó estas mismas palabras. A decir verdad, hablaba de una forma realmente enigmática, no sólo por su elección de conceptos: su voz reflejaba apatía, y, al mismo tiempo, retumbaba dentro de mi pecho y espoleaba mis entrañas con la inquietud de que mi hígado o mis riñones ya no ocuparan su lugar. Y en su gélida y objetiva esencia, esa voz,  atribuible a un dios olvidado tras las montañas, me recordaba cada vez más a una creación de la mente y a la esterilidad de un pensamiento original perdido en la memoria. En ese momento, no podría asegurar si me lo estaba imaginando todo; si él estaba allí o si le estaba dando forma material a las palabras ajenas a los labios que surgían de mi interior o… o hasta si hubo palabras mediando la comprensión de tan inefables mensajes.

»Fue a través de aquella comunicación abstracta como llegué a saber que lo que él llamaba el “inicio de mi existencia” no coincidía necesariamente con mi nacimiento; y que aquella noche de otoño, y de esta casa que mi abuelo levantó con sus manos, mi padre sacó en brazos a un niño sin vida. Entonces, volví a cuestionarle sobre el paradero de mi hermano. Su contestación me heló la sangre, aún no sé bien si por lo que no podía descifrar en ella o el sentido natural que guardaba para mi ser: “¿Qué son las personas, sino copias de una misma palabra, transmitida durante generaciones a través del espacio y del tiempo?” —Juan Manuel devolvió sus ojos al firmamento—. ¿Qué sentido tiene eso? ¡Ninguno y, al mismo tiempo, todo! No puedo explicarlo, como el hecho de que aquel hombre del bosque, sin ser mi hermano ni mi padre, perteneciese a una parte esencial de mi propia vida. De mi existencia. —Movió la cabeza con pesar. Su voz había perdido la hierática frialdad del inicio del monólogo para quebrarse en un desazonado gimoteo a lo incomprendido—. ¿Cómo el comienzo de mi existencia y mi nacimiento pueden ser eventos tan distintos, separados en el tiempo? Él conoce las palabras… y sabe cómo transmitirlas.

Antonio se sintió apenado por la repentina crisis mental de su primo. Jamás había visto semejante actitud en él, salvo por los incipientes desvaríos con los que solía intentar escapar al quedar preso en sus descarriadas reflexiones; esa noche, sin embargo, parecía realmente superado por ellas, tras haberlas convertido en experiencias conscientes; en diálogos con un “otro yo” que llenaba la ausencia de un alma hermana. «Como si realmente existiese ese alma gemela que añoramos desde la ingenuidad de la adolescencia o, de hallarse en alguna parte, encontrarla supusiera el culmen de una búsqueda vital. El pobre sigue pensando con la melancolía de un quinceañero, abandonado, incomprendido por todos». Se aproximó a él con tranquilidad, e intentó tocarle, temiendo, sin ningún motivo, una reacción violenta.

—Estás un tanto nervioso esta noche, Juan. No sé qué te ha ocurrido, pero, en cualquier caso, llevas mucho tiempo aquí solo. Mira, mañana te vas a venir a la ciudad con Marisa y conmigo, ¿de acuerdo?

Le sonrió, comprendiendo de inmediato que su gesto era tan inútil como dedicarle una sonrisa a un pez o a cualquier criatura de otra especie. Lo tomó por el brazo e intentó llevarlo de vuelta a la casa, pero se resistió.

—Estuve en la ciudad una vez. Allí había muchas caras desconocidas que me hacían sentir extraño… Y no se ven las estrellas.

—En ese caso, tenemos muchos libros en casa —añadió Antonio con suavidad.

De pronto, la respuesta que esperaba le sorprendió unos segundos más tarde, rasgando el silencio de la noche por primera vez en toda la conversación. Juan Manuel se zafó del brazo de su primo y gritó:

—¿Por qué me hablas como a un maldito crío, Antonio? ¡Lo que te estoy diciendo es cierto!

—Y yo te creo —mintió Antonio—. Lo que no hace que todo esto se me haga más comprensible o que llegue a creerme lo que otros dicen de ti o de tu familia. Yo… no sé lo que ocurre en estos bosques en invierno, no sé con quién hablas o de lo que hablas cuando no estamos; pero admite que está llegando a afectarte. Todos esos rumores y leyendas que cuentan por ahí, todo lo que dicen de ti: creo que llevas tiempo tomándotelo en serio. Por eso te invito a que te vengas a nuestra casa una temporada.

—Te equivocas. He oído esas historias desde que soy un crío, pero esta nueva versión es muy distinta; tiene sentido. —Juan Manuel hizo una pausa, y su voz se escondió detrás de su lengua con ronco sonido, como vergüenza o temor a que otros oídos oyeran las siguientes palabras—. Jamás me he parado a pensar que ese niño muerto fuera yo. ¿Y si…? —Tragó saliva—. ¿Y si me equivoco? ¿Y si aquel hombre era mi padre?

Antonio emitió un intenso suspiro.

—Tu padre murió —aseveró, con el vacío en el estómago que dejaba el dolor de una noticia pretérita disipada por la evidencia.

—No hablo del padre de ese niño muerto, sino de mi verdadero padre. El que me dio el aliento y la palabra.

«Entonces no estás buscando a tu alma gemela, sino a tu propio dios». Alguien que atesoraba tantas rarezas, que veía el mundo con ojos tergiversados, debía desvivirse también en la búsqueda de un sentido a su particular existencia, ya fuera en las estrellas, en los libros de su padre, en símbolos caprichosos dejados sobre el suelo y la corteza de los árboles o en la poderosa atracción que ejercían sobre él los cuerpos del firmamento.

Antonio miró por encima de su hombro, donde las ventanas iluminadas se llenaban de sombras inquietas. Ya no encontraba réplica alguna contra los argumentos cada vez más peregrinos de Juan Manuel, siendo ahora era él el que quería escapar de su primo.

—Tenemos que volver ya. La gente debe estar preocupada.

De nuevo, la reacción de Juan, en esta ocasión movida por la condescendencia, le tomó desprevenido. Su primo asintió, apartó la vista del cielo y caminó hacia el rellano de la puerta de entrada balanceando la cabeza con pesadez y mostrando su habitual expresión neutra y estéril.

—Tal vez tengas razón —admitió, y se frotó los ojos, antes de girar el pomo de la puerta—. Estoy bastante cansado. Creo que me voy a retirar ya. Todo el mundo sabe dónde están sus habitaciones. Si te puedes excusar de mi parte, te lo agradecería: no me apetece ver a nadie.

Empujó la puerta y el arrullo de tranquilas conversaciones de madrugada bajo las últimas luces encendidas emergió del interior, sin llegar a penetrar la sólida calma aposentada en el bosque. Antonio permaneció quieto en aquella frontera unos instantes, aun después de que el anfitrión desapareciera en las sombras del recibidor, atento a la respuesta que los árboles darían a los incansables tertulianos: el crujido de una rama seca amortiguado por la cama húmeda de acículas de pino negro; el soniquete de las hojas de un arbusto al chocar unas con otras. De hecho, algo había llamado su atención en el momento en que Juan Manuel había abierto la puerta, como el sonido de un animal moviéndose más allá del claro, pero decidió ignorarlo al sentirse de súbito contagiado por las fantasías de su primo enraizando sobre una atmósfera tan fértil.

Dentro de la casa, en la sala de estar, el ambiente no sólo no resultaba tan sugerente, sino que aniquilaba la imaginación. Los últimos invitados dormitaban de pie o sobre los sillones, balbuceando las últimas ocurrencias que el alcohol arrancaba de sus ingenios muertos hacía horas. Marisa punzó con sus ojos húmedos e irritados la garganta de su marido, y éste le respondió con una mirada de culpabilidad que poco servía de disculpa. Acto seguido, transmitió al resto las palabras de Juan Manuel e inventó sus propias justificaciones para zafarse de la moribunda velada, a las que su mujer se aferró sin dudarlo un instante.

La casa se fue sumiendo en el silencio conforme sus moradores la abandonaban para retirarse a sus habitaciones en el albergue. Antonio, quien, como invitado de excepción, ocupaba una de las habitaciones de la casa de su primo, atestiguó la nueva calma desde el umbral de un sueño vívido entretejiéndose con oscuridad real, donde las ramas de pino atravesaban las paredes, como si no existiera diferencia material entre los cerramientos de la casa y las retorcidas formas del bosque; la misma materia oscura, el mismo mensaje oculto confesado en susurros por la voluntad inconsciente que materializaba las nuevas luces y formas. Su carne era igual que la carne de todas las cosas que, en las sombras, permanecían inmóviles a la espera de que ocurriera algún cambio provocado por la presencia del misterioso invitado al que su primo había dedicado toda su atención durante la velada. El vano de la puerta era su propio mudo silencio, el opaco silencio de lo que es desconocido a la razón. El aire no mediaba en aquel brutal vacío, pero Antonio no podía evitar sentir la presión de las alas de un ángel oscuro sobre la luz, el tiempo y el espacio.

Meditó durante un buen rato si aquella inesperada visita requeriría alguna reacción por su parte, bajo el presentimiento de que una cadena de fatídicos acontecimientos aún por suceder se encontrara atada a su decisión de actuar. A su lado, Marisa parecía haber dejado de respirar, pero él sabía que continuaba viva. Porque, ¿qué le habría llevado tan siquiera a plantearse lo contrario?

Entonces escuchó la voz del visitante en el silencio. Era tan real que, por un momento, creyó que Marisa había adivinado sus pensamientos y musitaba a su lado aterrorizada. Pero al girarse y examinar el sombrío paisaje de su rostro vuelto de espaldas, sólo halló calma en los valles de sus ojos y sus mejillas y una suave brisa cálida flotando sobre sus labios, por lo que concluyó que la sensación atenazante que le asfixiaba poco a poco nada tenía que ver con el estado de su compañera de cama. Cuando trataba de buscar el sonido más allá de las cuatro paredes que alentaban su imaginación, un fuerte viento arreció de pronto sobre la crepitante estructura de la casa, las ventanas y los árboles, frustrando sus intentos. Así pues, por connivencia de los elementos con los taimados pinos negros, el susurro quedó oculto, lo que, en la mente turbada de Antonio, se transformó en una prueba irrefutable de su existencia. Quiso cerrar los ojos con fuerza y quedarse dormido. Sin embargo, ya no sabía cómo.

Al poner los pies sobre el suelo, se sintió terriblemente desorientado. El mismo suelo le recriminaba con dureza el haber acudido a la llamada de una amenaza abstracta formada en la sombra del raciocinio, en ese mundo de siluetas y formas al contraluz de los sentidos. Porque ya nada olía igual. El denso perfume de Marisa vaporizándose en la noche se había apagado junto con los broncíneos y cálidos reflejos de la madrugada, arrastrando todas las imágenes con ellos. La disposición de habitaciones, puertas y pasillos se configuraba en una fantasía geométrica moldeada a partir de un vago recuerdo, dentro del que Antonio trataba de imaginarse a sí mismo otra vez. En ningún momento se atrevió a pulsar el interruptor del pasillo e iluminar aquel turbio esquema en su memoria, pues ello habría molestado a la oscuridad, llamando la atención de algo perverso que Antonio no podía explicar.

Tras un lento y pesado baile con los escalones, llegó a la primera planta, con el peso de todo un constructo de temores y dudas sobre los hombros. Su primera sospecha le llevó hacia la entrada principal. Allí, envuelto por una repentina masa de aire frío, confirmó que la cerradura de la puerta había sido destrabada. Juan Manuel debía haber vuelto a salir de la casa para entregarse a su extraña meditación bajo las estrellas.

A punto de abandonar él también la fortaleza que mantenía a raya al hostil viento de la noche, de pronto, la voz que se había destacado con la nota más disonante de entre todo aquel coro de ruidos producidos en el seno del bosque volvió a hacer acto de presencia a sus espaldas, en el interior de la casa.

El visitante estaba ya dentro.

¿Por qué le habían dejado entrar? Antonio se vio espoleado por la necesidad de actuar deprisa, pero, al mismo tiempo, la ausencia de una causa cierta le dejaba congelado en aquella entelequia, con los nervios a flor de piel y la ansiedad transmutando sus costillas en plomo. No pudo moverse durante un lapso de tiempo que fue demasiado evidente, demasiado real para un momento que se podría haber confundido con un sueño. Pues esperar a que ocurra algo es algo que ocurre sólo en la eterna espera, en la vigilia, en la vida consciente, mientras todo el espacio se contrae sobre la garganta del espectador y no le deja tan siquiera jalear, protestar, gritar de pura frustración o pedir ayuda al habitante del planeta más próximo.

La indecisión y la aversión al gélido espacio exterior lo transportaron al interior de la casa, en concreto, a la puerta del despacho de su primo, de donde escapaba una cuña de luz amarillenta que se extendía por el pasillo. Allí, la voz de su Juan Manuel se hizo tangible como la luz misma. Antonio pensó en su primo manteniendo una conversación secreta por teléfono; aunque ¿qué mensajes quería esconder en su propia casa, y en la soledad de la noche? «O de mí». ¿Habría escuchado sus pasos? Se había desplazado sin tan siquiera darse cuenta, en una fracción de tiempo que su memoria no podía medir. Incluso, después de aquella noche, jamás volvería a estar seguro de haber utilizado la memoria para encontrar el despacho de su primo o emprender el camino de regreso a la dudosa seguridad de la habitación de invitados, considerando los acontecimientos que se desarrollarían entre ambos momentos. Y, pese a ello, el preciso instante en el que su primo recibía una respuesta audible desde el silencio marcaría de forma irremediable aquella experiencia perdida para siempre en su pasado:

—Sólo tienes que escucharme. Al principio no entenderás nada, pero luego nada tendrá sentido alguno salvo el mensaje.

—¿Significa eso que distinguiré mi propio rostro? —Juan Manuel sonaba confuso y dubitativo, frente a la firmeza de su misterioso interlocutor.

—No. Significa que tendrás tu propio rostro. Esa máscara no es la tuya. Nunca lo fue. —El sonido de pasos desveló el movimiento de una segunda persona por la habitación. Acto seguido, una sombra eclipsó la única fuente de luz de la habitación, y todo el pasillo quedó a oscuras—.

»Ha llegado la hora. Ven.

De pronto, sin saber cómo, Antonio contemplaba la escena aferrado al marco de la puerta, como si aquel trozo de madera vieja fuera su único punto de agarre para salvar una caída al vacío. Un hombre, con su identidad oculta tras una descomunal silueta que magnificaba su estatura y porte, se hallaba de pie junto a su primo, en cuyo rostro sí podía distinguir los ojos cerrados y la expresión de quien espera recibir un golpe inminente. Sin embargo, la figura oscura sólo se limitaba a susurrar en su oído palabras que resultaban ininteligibles, incluso en el profundo silencio que envolvía la habitación. Los murmullos del visitante se fundían con la respiración acelerada de Juan Manuel, quien por un instante pareció hallar en aquella verborrea algún significado que le turbaba, precipitando sus jadeos y provocando que sus párpados vibraran por la tensión. La luz de la lámpara del escritorio se cebaba en su rostro sudoroso, hasta tal punto que diluía sus rasgos en destellos cada vez más intensos.

Antonio no hizo nada, o eso recordaría en el futuro. Y puesto que no tenía control sobre sí mismo, la única sensación más intensa que la culpa impregnando semejante experiencia sería la impotencia de haber quedado atrapado en el umbral de aquel altar improvisado para la ejecución de un rito repetido durante miles de años y que no osó interrumpir en ningún instante, temiendo las ominosas consecuencias. No sabía por qué estaba convencido de aquello, pero, en su momento, le pareció prudente creerlo. Tal vez, era por los extraños símbolos dibujados en el suelo, antes invisibles, y que comenzaron a brillar al ritmo cada vez más acelerado de los litúrgicos susurros; o por la súbita calma que invadió a Juan Manuel, quien, con los ojos entreabiertos reluciendo sólo su blanca esclerótica, extendía los brazos y los alzaba al cielo, tal y como Antonio lo había encontrado horas antes en medio del bosque. Y el incomprensible salmo que pronunciaba el sacerdote, y el devoto repetía con una voz del todo irreconocible, hasta tal punto que Antonio tardó en advertir que su primo había tomado la palabra y la silueta oscura callaba. ¿O hablaba? En realidad, todavía no había visto su rostro, oculto en una extraña distancia. Todo estaba en calma, pero, de algún modo, la atmósfera del lugar se agitaba bajo una bóveda de pretensiones arcanas, con el aire cargado de sonidos secretos que nadie se atrevía a pronunciar. El hieratismo dominaba la habitación, al igual que en una iglesia, donde el silencio pesa, y al lastrar el ánimo y el eco de cada movimiento, obliga al humilde observador a cuidar sus gestos, sus palabras y hasta sus pensamientos.

Y con una última palabra, Juan Manuel se derrumbó. Fue la única vez que Antonio obedeció al impulso de interrumpir la ceremonia, aun cuando todo parecía haber acabado.

—¡Juan Manuel!

Se tapó la boca, arrepentido de profanar el aire. El visitante, todavía en pie, se volvió hacia él, y la luz de la lámpara golpeó la cara de Antonio, de forma que tuvo que entornar los ojos para reducir la distancia ficticia que le impedía distinguir el rostro del extraño. Pero no ocurrió así. De hecho, no existía tal distancia, y lo que en verdad le impedía vislumbrar sus rasgos no era sino la ausencia de ellos. La propia noche se escondía en su cara; la noche era su cara, tan inescrutable como las estrellas que brillan más allá del negro vacío del firmamento. Sólo a través, y no alrededor de ella, pudo ver los pinos negros que reposaban en paz tras el vendaval; la sala de estar desolada, con las ruinas de una fiesta que parecía haber ocurrido hace días; y a su mujer durmiendo en el dormitorio. Sondeó más allá, en la expresión vacía que aniquilaba la distancia y el tiempo, donde vio a un hombre que caminaba entre los árboles con algo entre los brazos. Y vio la luz, y el fuego. Y al hombre que entregaba a un recién nacido sin vida a un desconocido. Y al desconocido alzando al pequeño sobre sus hombros. Y el llanto del pequeño le trajo de regreso al mismo punto donde había empezado todo: allí donde Juan Manuel, desparramado sobre el suelo con los ojos entornados, jadeaba, gritaba, movía los labios en balbuceo indistinguible y una expresión de desasosiego, con su piel amoratada envuelta de un líquido demasiado viscoso para tratarse solamente de sudor.

Amenazado por la inefable visión que le ofrecía la máscara del visitante, Antonio se dispuso a retroceder. Sin embargo, justo antes de dar tan siquiera el primer paso, descubrió que no había nada de lo que huir.

El visitante se había marchado ya. Y Juan Manuel se había desvanecido junto a él, al igual que los símbolos, la luz de la lámpara y el viento de la noche.

La mañana llegó, y con ella, la bendición de convertir una pesadilla en un incoloro e insípido hálito del subconsciente dispersándose en la memoria. El sol ya se entrometía en la intimidad de la habitación cuando Antonio suspiró aliviado al poder contemplar de nuevo las desvestidas imperfecciones que conferían al rostro dormido de Marisa su sobriedad y candor naturales; la pureza y el encanto de lo puramente físico; de lo que no puede figurarse en la imaginación. Se distrajo intentando contar las sutiles pecas sobre las mejillas y la nariz de su mujer. Se recreó en las incipientes arrugas que orlaban sus ojos de tranquilidad, y sus labios desecados por la calidez de su dulce aliento, lento pero constante, venciendo por fin al frío de la madrugada. Aquella sonrisa invisible que el sueño confiere a una persona le tranquilizó durante unos minutos. Pero luego, no pudo evitar sentir cierta preocupación por su primo, y aquella conversación que habían mantenido la noche anterior. Por lo que se desprendió del embrujo de las sábanas templadas y la sosegada visión de Marisa durmiendo y salió de la habitación tratando de no turbar la escena.

Fuera del dormitorio, no encontró a nadie. Los criados no habían llegado todavía, y el resto de los invitados, o, al menos, los que se hubieran sobrepuesto a las consecuencias de una larga noche de excesos, debían haberse quedado a desayunar en el albergue. Tampoco vio al anfitrión en ninguna parte. Ni siquiera dentro de su despacho, su particular refugio; el único lugar del que no parecía querer huir cada segundo que transcurría en presencia de extraños, o en presencia de sí mismo.

La luz del sol caía oblicua sobre los cristales y arrojaba un cuadro de luz densa y dorada sobre el suelo que sólo contribuía a oscurecer más el resto de la atmósfera. Las estanterías colmadas de libros, con las baldas combadas por el peso de miles de páginas polvorientas, guardaban en silencio aquel panteón. El escritorio de madera de roble, más antiguo que la propia habitación, descansaba en el centro, atrapándola con el peso de los años. Sobre él, Juan Manuel podía pasar horas leyendo o soñando con lo que leía, bajo la luz de una lámpara que no se apagaba ni de día ni de noche. «Soñando con rostros invisibles».

La habitación estaba allí, en ese preciso instante, con su olor a papel rancio y madera húmeda; y, sin embargo, pertenecía ya a otro tiempo muy diferente.

Antonio suspiró y observó los silentes pinos negros que habían nacido con el despacho y con el resto de la casa. Cuando quiso retirarse, movido por la humildad y un profundo respeto a lo desconocido, vio cómo algo se movía entre los árboles. La figura era inconfundible. Juan Manuel, delgado, en su sayo negro y con la mirada distraída, surgía como un fantasma de la linde del bosque, caminando con paso ligero hacia la casa. Más extraña que la actitud distendida de su primo; más inusual que la expresión singular que se adivinaba en su rostro conforme se aproximaba, podría decirse que de paz, e, incluso, de júbilo; más inquietante que todo aquello le resultó su propia reacción esquiva y desconfiaba, impelida por un recuerdo oscuro y primitivo. Pese a que sabía que a su primo no le importaba compartir con él su espacio o sus libros, su primer impulso fue retirarse para no ser descubierto merodeando en la penumbra del despacho.

Fue en vano. Allí estaba, frente a la ventana, denunciándole con su mirada escrutiñadora… y una sonrisa. ¿Era una sonrisa de verdad? Vista por primera vez en su rostro siempre inexpresivo, aquella mueca hacía padecer a Antonio la misma enfermedad por la que una cara podía volverse extraña. Pero sí: Juan Manuel le observaba con una sonrisa estúpida, a la que su primo, estupefacto, no supo cómo responder.

Antes de que pudiera realizar cualquier ademán, Juan alzó la barbilla y se llevó la mano hacia ella, deslizándola hacia la mejilla conforme giraba el cuello como quien comprueba si se le ha escapado alguna mancha de pelo tras afeitarse. Antonio recordó que la aversión a los espejos impedía a Juan Manuel afeitarse por sí mismo, y cuando la barba le molestaba, un viejo empleado de su padre le rasuraba a navaja…

Y entonces comprendió lo que estaba ocurriendo. El ángulo de la luz del sol sobre el cristal de la ventana; el despacho a oscuras. «Se está mirando en la ventana». ¿Pero qué o a quién estaba viendo? En cualquier caso, parecía satisfecho.

Antonio no encontró ocasión para preguntarle sobre aquello. Marisa había acabado rindiéndose en su batalla interna contra el aire de las montañas; y él, por su parte, había perdido la discusión con Marisa. Su mujer quería llegar a Barcelona para la hora del almuerzo, por lo que hicieron las maletas y apenas cruzaron unas pocas palabras de despedida con los invitados y con el anfitrión en el aparcamiento del albergue, junto al maletero abierto.

—Espero que me disculpes por mi comportamiento de ayer —dijo Juan Manuel en un momento en el que nadie atendía a su conversación—. Supongo que tienes razón: a veces se hace duro estar aquí. Pero hoy estoy mejor. Mucho mejor.

—Me alegra oírlo—. Aunque la actitud relajada de su primo le inquietaba, después de lo que había presenciado aquella misma mañana. «Esa sonrisa bobalicona frente a la ventana»—. Ya sabes que nos tienes a Marisa y a mí para lo que necesites.

Juan Manuel miró a su alrededor, cruzando los brazos tras la espalda e inundando sus pulmones con el aire misterioso con el que, acto seguido, pronunció sus palabras:

—Creo que estaré bien, Antonio. Llevo mucho tiempo viviendo aquí. Más del que te imaginas—. Acto seguido, torció la mirada de forma introspectiva—. ¿Sabes? Una vez me preguntaste por el rasgo que te hace singular frente al resto.

—¿Y bien?

—No es nada en tu apariencia o en tu físico. Ningún lunar, ningún peinado, ninguna vestimenta extravagante, ni ningún olor desagradable—. Antonio rio, pero frenó en seco al advertir que su primo no le acompañaba. Nada fuera de lo habitual. «Parece el mismo de siempre. ¿Acaso han sido todo imaginaciones mías?»— Es… difícil de explicar. O no. Tal vez es eso. Unos son “el de la nariz grande y ganchuda”, o “el de las cejas gruesas”, o “las orejas separadas y el cuello corto”. En cambio, tú eres, simplemente, “el que siempre está ahí”.

Conmovido por aquellas palabras, se despidió de su primo con un abrazo.

En ese instante ignoraba que Juan Manuel acabaría llevando razón. Tal y como había augurado una vez al negarse a revelarle a Antonio su rasgo más distintivo, al final lo corregiría: nunca más volvería a “estar ahí”. No sería dramático, ni doloroso, ni tan siquiera envuelto por la tristeza o la añoranza. No habría más abrazos, visitas, llamadas o cartas. Y un día, le llegaría la noticia del cierre del albergue, que recibiría sin tan siquiera pestañear o sentir melancolía. En el momento en que se subió en el coche, este hecho le habría parecido ilógico. Pero ocurriría así, sin más. Como siempre se olvida a una persona. Como el espejo retrovisor del coche se olvidó de la luz que reflejaba en una última mirada a atrás; y como la luz del bosque, estriada por la sombra de los esbeltos pinos negros, se había olvidado de la imagen de su primo allí de pie, alzando la mano.

Hoy en día se dice que hay un hombre misterioso que deambula por los valles y bosques viejos que rodean al refugio de montaña, abandonado hace ya décadas. Pero esta leyenda no es nueva, y nunca lo será.

 

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