Instrucción Interna

El destartalado edificio del Registro de la Propiedad se esconde en las calles del viejo centro urbano, aquellas donde no llega ni la luz brillante del sol, ni la luz oscura de las señales de drones y auto-taxis. Un transeúnte perdido que aterrizara allí por accidente sería incapaz de ver el interior, oculto tras ventanas polvorientas, o tras carteles de propaganda firmemente adheridos al reverso del cristal de la puerta por un milagro adhesivo de otro tiempo, o por la presión del tiempo mismo. Aunque, en un mundo triangulado por ojos electrónicos, ya nadie se pierde. En cuanto a los propios residentes del barrio, huyeron de sus ruinosas viviendas, expuestas al olor de las calles, sin posibilidad de recuperar la inversión de sus padres; con ellos, sucumbieron las tiendas y los bares, allí donde se solapaba el desayuno de trabajadores de las oficinas próximas y la cerveza de los últimos jubilados de la zona.

Solo muy de vez en cuando, dos hombres doblan la esquina calle abajo y acceden al edificio. Uno va vestido con un mono de trabajo gris y un maletín de plástico negro; el otro, con una chaqueta azul, pantalón y gorra a juego, y un cinturón del que cuelgan una pistola y una porra. El hombre del mono gris abre la puerta de cristal, y el de la gorra siempre entra primero, con la mano muy cerca de la cintura.

La luz es devuelta al interior por indecisos fosforescentes de los que ya no se fabrican y se revela un mausoleo de monitores, torres de ordenador y otros artefactos burocráticos sin vida. Los dos hombres avanzan entre las mesas, dispuestas en un orden impertérrito que les provoca escalofríos. A continuación, descienden por unas escaleras hasta el sótano, prestando atención a los ruidos ocasionales con que el edificio les recibe.

Medio siglo atrás, los fantasmas del edificio del Registro inspiraron historias de terror que los trabajadores contaban a sus hijos. Pero ya nadie cree en fantasmas. Dicen que el último lamento espectral que resonó en las paredes del edificio procedía de un ser humano de carne y hueso. El hombre del mono gris cuenta la historia, mientras atraviesan un largo pasillo repleto de puertas:

—El encargado de la guardia de mañana lo encontró llorando junto a una de las antiguas terminales de información, solo y desconsolado. Venía del barrio sur, de una de las torres de viviendas que el Ayuntamiento restauró durante la crisis para instalar más servidores. Era un hombre de lo más pintoresco, según cómo vestía y hablaba. Se aferró a la pierna del informático y suplicó que alguien le ayudase. La policía había aparecido en su edificio para desalojarle. Él aseguraba que aquel apartamento era de su propiedad y que tenía las escrituras para demostrarlo. Pero claro, los papeles ya no valían por esa época. Tenía que solicitar un certificado en esta misma administración.

—¿Y por qué vino aquí?

—Porque no pudo resolverlo desde su ordenador, y estaba desesperado. Antes, los usuarios se desplazaban para este tipo de trámites. ¿A que sí? Una pérdida de tiempo. Imagínate: cruzar la ciudad andando para venir a este lugar de mala muerte y encontrarte un edificio desierto.

»El caso es que el informático accedió a la red desde su terminal portátil para ayudarle. Pero ni el nombre ni el número de identificación que aparecían en su documentación se encontraban en la base de datos central».

—¿Cómo es eso?

—¿Has oído hablar de los “valores anómalos”? Es una leyenda urbana.

»Cuando la Administración comenzó a trabajar con algoritmos comerciales de predicción y aprendizaje automatizado, heredó en su programación rutinas que mejoraban su precisión y rapidez. Una de las rutinas consistía en eliminar de forma provisional los casos que menos se ajustaban a la distribución estadística. Años más tarde, con la llegada de la crisis de capacidad de almacenamiento de datos, los operadores del sistema programaron una instrucción para limpiar cada cierto tiempo los registros temporales, sin conocer a fondo la programación previa. Como consecuencia, parece que la eliminación de casos imprevistos dejó de ser provisional.

»Dicen que muchos usuarios de la administración fueron considerados “valores anómalos” y, por tanto, sus registros desaparecieron; sin propiedades, ni derechos reconocidos, sus vidas quedaron arruinadas.  Mientras, el sistema mejoraba sus indicadores de rendimiento y precisión; pero no se estaba calibrando de acuerdo a la realidad, sino transformando la realidad para hacerla más predecible».

El hombre de gris se detiene frente a una de las puertas cerradas y extrae una tarjeta del bolsillo para pasarla junto a la cerradura.

—¿Y tú lo crees? —pregunta su compañero muy serio.

El narrador de la historia se encoge de hombros y abre la puerta, como si tal acto desvelase una respuesta envuelta en la oscuridad impenetrable del otro lado.  Pero de allí solo asoman gigantescos prismas mecánicos, visibles tan solo por la constelación de titilantes luces verdes y rojas, que hablan entre ellos por medio de murmullos eléctricos y cargan el aire de la habitación con la pesadumbre de millones de pensamientos mudos. Son las reflexiones y dudas resueltas; las alegrías, penas y arrepentimientos pretéritos de personas, en su mayoría inexistentes, todos ellos licuados en impulsos y grabados en discos duros por toda la ciudad, viviendo en torres de servidores similares.

—Yo solo conozco los protocolos para resolver fallos eléctricos o mecánicos. No sé lo que sucede ahí dentro. Nadie lo sabe, especialmente desde que todas las empresas de diseño y gestión de sistemas quebraron en la crisis.

El hombre de gris se arrodilla frente a una de las torres de servidores, abre su maletín y, con pulcritud ritual, dispone en el suelo las herramientas que necesita. El hombre de la gorra espera a que acabe las reparaciones, antes de concluir:

—Pues yo no me lo creo. Vale que no entendamos cómo funciona el sistema, pero ¿y las personas? Quiero decir, ¿puede existir ya un hombre así? ¿Quién en su sano juicio viviría en el barrio sur o vendría caminando a la ciudad?

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